Kant y su Dios (IV)

Fecha: 25 octubre, 2020 por: dariomartinez

En las postrimerías, una de sus últimas obras impresas en vida del autor. De difícil lectura, poco atractiva: La metafísica de las costumbres. La obra más atrevida y visceral en defensa de la pena de muerte. Hoy sería objeto de censura. Una sombra alargada en la filosofa del humanista prusiano. Su vejez no le permitía explicar con soltura su saber práctico y racional y tampoco le permite darle un mínimo halo de belleza. Con todo la inercia de su pensar continúa.

Dios está en horas bajas. El repliegue de la religión es inminente. Demasiadas calamidades a sus espaldas. Un sinfín de guerras en su nombre. La animadversión hacia un monoteísmo venido a menos es explícita. La tolerancia religiosa es una virtud ilustrada pero lo es en tanto que encierran a la religión en lo meramente privado; concavidad impenetrable y acorazada de silencio. Las ciencias modernas se aupan a la cúspide de la república del saber.

Kant le da su golpe de gracia (estos son muchos, otros autores se merecerán la titularidad de dicha acción). El dogma ya no se puede explicar. La revelación sapiencial ya nunca más puede ser dogma. Será el germen de la hermeneútica inaugurada por Baugartem. El peso de las culpas, el ascetismo voluntario, la expiación de males autoimpuestos y seguidos de mandatos divinos, ya no son virtud. Son desacatos contra la ley moral humana que ha de luchar voluntaria y libremente contra los obstáculos fenoménicos, empíricos y hedonistas proporcionados por su naturaleza inmanente y animal. Su patología es consustancial, su fuste torcido no le abandonará, tampoco en épocas de ilustración como la suya. La ética es una lucha permanente contra los afectos. La prudencia por no ser nouménica una virtud dudosa.

Aquí quería llegar, a la ética kantiana. ¿Qué queda de Dios en ella? Nada. Nos dice el ya anciano filósofo ilustrado y alemán que escribe en alemán y especialmente para alemanes que quieren discernir la verdad y el bien obrar en el ámbito académico, como artistas de la razón consciente y premeditadamente ausentes de las tertulias de los salones de té del momento: «De aquí se desprende que en la ética, como filosofía pura práctica de la legislación interna, sólo sean concebibles para nosotros las relaciones morales del hombre con el hombre: pero qué tipo de relación existe más allá de esto entre Dios y el hombre es algo que sobrepasa sus límites por completo y nos resulta verdaderamente inconcebible: con lo cual se confirma lo que antes se afirmó: que la ética no puede ampliarse más allá de los límites de los deberes recíprocos de los hombres». Luego en las disputas legales entre hombres ampararse en la necesidad de jurar para que el legislativo puede acceder al desvelamiento voluntario y obediente por parte del declarante de la verdad en nombre de una voluntad infinita y que obliga por ser su capacidad de castigo transcendente, es en palabras de Kant, un mecanismo por el cual: «el juez lesiona a aquél a quien obliga a prestar juramento», entre otras razones porque se opone a la voluntad libre que ha de obedecer a la ley moral en uno mismo. Jurar en nombre de Dios para ser veraz en las declaraciones, ser fiel en las promesas, comprometerse con lo prometido en nombre de una voluntad ajena al sujeto de la acción no es otra cosa que mera creencia, en otras palabras: una superstición. Abiertamente es el momento de decir que esta nesciencia (Teología), este saber fatuo e incapaz de reconocer que no puede demostrar la existencia de Dios, es un síntoma inequívoco de una religión venida a menos. Pretender jurídicamente más veracidad y compromiso en lo que se sabe no es más que una coartada perversa. ¡Elimínese! Que tome las riendas de la sociedad civil amparado por una ética civil el nuevo hombre que en su persona representa a la humanidad en su universalidad.

En fin, Dios es barrido de la vida civil. El siglo XIX seguirá arremetiendo contra él, pero ya no será un Dios con el que el hombre mantenga una mínima relación, será un Dios entendido como mera ilusión, garante último de un sistema que sin él el edificio del saber y del hacer quedaría dañado en su geométrica estructura arquitectónica. Pero el edificio de Kant coloca como fundamento de su pensar no a Dios sino al hombre que lo parió como idea.

Más tarde. El juramento ya no será ante Dios sino ante el líder carismático de turno. Ahora el juramento será público, masivo, en nombre de otras realidades, ficticias, fanatizadas, fuertes, perversas, pero que obliga una vez realizado a cumplir, a «deber por deber». En ese margen de actuación práctica estará ausente la razón, no habrá espacio para sindéresis alguna, no se discutirá lo que está bien o mal. Ahora en el sistema político ya no habrá hombres que puedan obrar injustamente, habrá funcionarios que obrarán fielmente, funcionarios cuya razón privada les obligará a ser escrupulosamente legales.

¡Obedece no razones! Siglo XX. Mejor no olvidarlo, conocerlo, para entenderlo como lo que fue: una barbarie colectiva, no un mero relato entre tantos otros como nos pintan desde las cada vez más masivas filas posmodernas.